El regreso de los candidatos fantasmales

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Tiene su lógica la reaparición imprevista de los candidatos testimoniales, estos aspiradores de votos a quienes no se les ocurriría ocupar las bancas o concejalías en que los votantes quisieran sentarlos. Sucede que a los jefes partidarios no les es nada fácil encontrar personas presentables que estén dispuestas a arriesgarse en la arena política y, si les va bien, obedecer sin chistar a sus patrocinadores. Por razones comprensibles, escasean los tentados a sumarse a una “casta” cuya reputación actual difícilmente podría ser peor, ya que tanto aquí como en el resto del mundo muchos se han acostumbrado a tomar la política por un oficio apto sólo para hipócritas corruptos resueltos a rodearse de mediocridades serviles que no podrían soñar con hacerles sombra.

¿Son peores los políticos argentinos que sus equivalentes de otros países? A juzgar por los resultados de sus esfuerzos colectivos, cuando se trata de administrar los lugares que supuestamente gobiernan no figuran entre los más eficaces, pero uno podría argüir que el mero hecho de que, a pesar de sus repetidos fracasos, hayan logrado mantenerse en el poder y prosperar significa que son mucho más astutos que la mayoría de sus homólogos extranjeros. Si estuvieran en lo cierto aquellos que nos aseguran que la mejor campaña es una buena gestión, la conformación de la clase política nacional sería muy diferente de lo que efectivamente es pero, por desgracia, se trata de una mentira o, en algunos casos, de una expresión de deseos.

De todos modos, la Argentina no es el único país en que es habitual hablar mal de los profesionales de la política y Javier Milei dista de ser el primero en ensañarse con casi todos los ejemplares locales. A su manera particular, el flagelo de “la casta” es fiel a una tradición que se remonta por lo menos dos milenios y medio, cuando el gran dramaturgo ateniense Aristófanes se mofaba ferozmente de las pretensiones de los demagogos de su época, individuos que, claro está, tenían mucho en común con los más notorios del mundo moderno. De estar entre nosotros, Aristófanes se divertiría parodiando el pintoresco dialecto abusivo que ha inventado Milei para denigrar a quienes lo enojan. Dice que dejará de usarlo, pero pocos creen que el presidente esté por cambiar de piel.

Carlos Menem procuró solucionar el problema mayúsculo planteado por el desprestigio de una actividad que es fundamental para la democracia incorporando a celebridades procedentes del deporte como Carlos Reutemann y del entretenimiento como Palito Ortega. Ambos llegaron a puestos muy importantes en el escalafón nacional, si bien no fueron tan exitosos como otro outsider que no había disfrutado del apoyo del gobierno de turno: el economista y personaje televisivo Milei. Sin embargo, mientras que es legítimo considerar positivo el aporte de Reutemann y Ortega a la clase política, el de Milei ha sido ambiguo; gracias a él, los debates acerca de la economía se han hecho mucho más racionales y realistas de lo que eran antes, pero por su manera de actuar y de expresarse, no ha contribuido nada bueno a la cultura del país en el sentido más amplio de la palabra.

Además de ser un síntoma de la atrofia degenerativa de una “casta” que se resiste a dejarse reanimar por una infusión de sangre nueva, la proliferación actual de candidatos testimoniales se deberá al temor de los dirigentes a perder el control sobre sus presuntos subordinados. Competitivos y egoístas por naturaleza, quieren que todos los legisladores o concejales en potencia se sometan automáticamente a su liderazgo y que les retribuyan debidamente por los servicios que creen haberles prestado, motivo por el que les gustan tanto las listas sábana y las reelecciones indefinidas que los ayudan a aferrarse al poder.

Los peronistas no son los únicos que piensan así. Cuando es cuestión de su propio lugar en el mundo, todos los políticos poderosos, incluyendo a los que se enorgullecen de sus posturas progresistas, son muy pero muy conservadores. Propenden a desconfiar más de sus adherentes que de sus rivales de otras agrupaciones o corrientes ideológicas. Luego de alcanzar la presidencia de la República, el radical Raúl Alfonsín insistía en que las bancas legislativas tendrían que pertenecer a los partidos, no a los hombres y mujeres de carne y hueso que las ocupaban.  Lo mismo que uno de sus sucesores, Néstor Kirchner, el restaurador de la democracia anteponía la disciplina partidaria, es decir, la autoridad del jefe, a la libertad de conciencia de los representantes elegidos del pueblo.

Si bien a esta altura los dirigentes peronistas, comenzando con los kirchneristas, no pueden sino entender que a menos que renueven su oferta les aguardará un futuro deprimente, están tan decididos a aferrarse a lo ya conquistado que se resisten a permitir que entren en las organizaciones que manejan personas que podrían intentar reemplazarlos. Apuestan a que los votantes colaboren al privilegiar sus lealtades tribales o prejuicios ideológicos, pasando por alto el que los candidatos testimoniales sean tan fraudulentos como serían si fueran creados por la Inteligencia Artificial.

Aunque es posible que el truco funcione, también lo es que dé lugar a un nivel de ausentismo sin precedentes. Después de todo, no tiene mucho sentido votar por fantasmas que, en cuanto se cierre el cuarto oscuro, se esfumarán. No sorprendería demasiado, pues, que apenas el cincuenta por ciento del electorado bonaerense se diera el trabajo de votar en septiembre y octubre, pero sería poco probable que la rebelión silenciosa así supuesta incidiera mucho en la conducta de los responsables de provocarla.

Fue en buena medida merced al desprecio que tantos sienten por casi todos los integrantes de la clase política local que Milei triunfó en las elecciones de 2023, pero parecería que a partir de entonces muy poco ha cambiado. Aunque La Libertad Avanza sí ha abierto las puertas para que ingresara una camada de nuevos reclutas, éstos se asemejan mucho a los de promociones anteriores y no tardaron en adoptar las costumbres menos recomendables de quienes ya estaban.

Puede que, como sucede en todos los países, “la casta” esté evolucionando, pero ello no quiere decir que esté mejorando. Por el contrario, a juzgar por la forma de comportarse de los libertarios más fanatizados, está haciéndose más antipática de lo que era cuando sus deficiencias manifiestas posibilitaron la irrupción del economista fogoso. ¿Ayudaría si Milei tomara más interés en la idoneidad de sus secuaces?  Es poco probable; como tantos otros, lo que el presidente y su hermana Karina les piden es lealtad ciega. No brindan la impresión de creer en la meritocracia.

Si bien es injusto suponer, como dictaminó el saboyano Joseph de Maistre, que cada nación tiene el gobierno que merece, no lo es decir lo mismo de la clase política en sociedades democráticas. Mal que a muchos les pese, la que efectivamente domina la Argentina es producto del voto popular y podría ser cambiada si así lo deseara el electorado aunque, claro está, hacerlo no sería tan fácil debido a la resistencia de sus miembros actuales a reformas del sistema imperante que podrían ocasionarles dolores de cabeza. Por razones evidentes, no les gustan para nada propuestas orientadas a hacer mandataria en todas partes la boleta única, institucionalizar la ficha limpia y, tal vez, a promover un esquema de circunscripciones uninominales que servirían para reducir la brecha que hoy en día separa al electorado de la “casta”.

Desde el punto de vista de los calificados de populistas, todas las instituciones gubernamentales deberían estar en manos de personas que comparten la mentalidad del hombre común. Insinúan que es antidemocrático exigir que tengan conocimientos especializados. Pasan por alto el que hoy en día ninguna sociedad pueda funcionar adecuadamente a menos que los encargados de administrarla cuenten con capacidades que sólo una minoría reducida estará en condiciones de adquirir.

Hace un par de años, pareció que el grueso de la ciudadanía había llegado a la conclusión de que había cometido un grave error votando una y otra vez a favor de individuos que a su manera compartían su propio sentir pero carecían de las cualidades necesarias para gobernar bien.

En otras oportunidades, la pérdida de fe en la clase política dio lugar a una serie de pretendidas “soluciones militares” que tendrían consecuencias cada vez más nefastas. Después vendría una etapa breve en que muchos coreaban “que se vayan todos”; por un rato, los políticos tuvieron que esconderse, pero pronto volvieron a sus viejos puestos sin sentirse obligados a cambiar nada.

Bien que mal, una renovación auténtica de la clase política tendría que ser precedida por una revolución cultural que incidiera en el pensamiento tanto de las elites que, no lo olvidemos, durante años se permitieron engatusar por variantes del populismo, como en el de los productos apenas alfabetizados de un sistema educativo deficiente que decidirán los resultados electorales en el superpoblado conurbano bonaerense y otros distritos de características parecidas.  Puede que algo así esté en marcha, pero no hay ninguna garantía de que un día el país consiga dotarse de una clase política que realmente merezca el respeto del pueblo supuestamente soberano.

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