En una reunión de hace unos días con amigos, uno de ellos, recién separado, soltó una frase que me quedó rondando la cabeza: “No pasa nada, mañana volveré a Tinder y listo”. Entre risas, todos dimos por hecho que esa era la salida más simple, casi como si el desamor se solucionara con un par de swipes. Pero detrás de esa frase había algo más. No era solo una excusa para evadir el dolor de la ruptura, sino también una representación de cómo, hoy en día, nos enfrentamos a las relaciones desde la falsa idea de que siempre habrá alguien mejor al alcance de la mano. Vivimos inmersos en la ilusión del inventario humano ilimitado, como si el amor fuera un catálogo inagotable de opciones.
Las apps de citas nos han dado acceso a un buffet interminable de personas. Deslizamos a la derecha, a la izquierda, navegando entre perfiles, convencidos de que, en algún lugar de ese mar de posibilidades, está la persona perfecta. Es como si las relaciones se hubieran convertido en una competencia por encontrar el mejor “match”, pero lo que olvidamos es que esa búsqueda interminable no hace más que agotarnos. Nos volvemos consumidores de personas, atrapados en la trampa de la abundancia digital.
Lo más irónico es que, mientras más opciones tenemos, más insatisfechos nos sentimos
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El amor, que solía construirse con tiempo, esfuerzo y dedicación, ahora parece desechable. Ante la primera incomodidad, nos encontramos diciendo: “Si no me gusta, simplemente paso al siguiente”. Nos hemos acostumbrado a la gratificación instantánea, a resolver con un swipe lo que antes requería conversaciones incómodas y trabajo emocional. Nos hemos convencido de que no es necesario invertir en lo que tenemos, porque la próxima opción está a un clic de distancia. Pero ¿qué estamos sacrificando en ese proceso? La realidad es que nos hemos vuelto intolerantes ante la imperfección, incapaces de aceptar que el amor verdadero no es un algoritmo que se resuelve con opciones ilimitadas.
Lo más irónico es que, mientras más opciones tenemos, más insatisfechos nos sentimos. La posibilidad infinita de elección se convierte en una carga, una ansiedad constante de estar tomando la decisión correcta. Y en esa búsqueda incesante, nos encontramos cada vez más vacíos, atrapados en una carrera que no tiene final.
Este fenómeno de la hiperabundancia digital tiene consecuencias más profundas de las que solemos admitir. La tecnología nos ha dado acceso a un mundo de posibilidades, pero también ha erosionado la paciencia y la tolerancia necesarias para construir vínculos genuinos. Nos hemos vuelto adictos a la novedad, siempre en busca de algo nuevo. Pero en ese proceso, estamos olvidando que las relaciones más significativas requieren tiempo, esfuerzo y, sobre todo, aceptación.
La gran verdad incómoda es que el amor no se trata de tener infinitas opciones, sino de saber elegir, de saber cuándo dejar de buscar. Amar a alguien implica renunciar a las demás posibilidades, implica comprometerse con lo imperfecto, con lo que no es ideal. Y al fin, creo que la verdadera conexión no se construye con opciones ilimitadas, sino con el compromiso de invertir en lo que ya tenemos frente a nosotros. Y si no somos capaces de hacer eso, seguiremos atrapados en la ilusión del inventario humano infinito, buscando algo que, en el fondo, no existe.
*Autor y divulgador. Especialista en tecnologías emergentes.